El cuerpo es una
pluralidad dotada de un único sentido, una campo donde se suceden sin cesar la
guerra y la paz entre fuerzas; es un plano de inmanencia o de proto-posibilidad
donde se hallan en estado latente las acciones o fuerzas que lo constituyen,
las cuales se expresarán o se relacionarán entre sí según el sentido que les
haya otorgado la voluntad de poder. Pero ésta no es nada externo al cuerpo,
sino que es su gran-razón, su sí-mismo, el principio de articulación de su
pluralidad. Así pues, alma, yo, espíritu (razón), no son más que instrumentos
que se crea para sí el cuerpo, son costumbres o hábitos[1]
como puentes que posibilitan devenir en nuevas configuraciones o formas de vida
a través de una actividad creativa ininterrumpida. El sí-mismo constantemente
crea puentes hacía nuevas creaciones, ya que su esencia consiste en el deseo de
crear por encima de sí mismo, y no en otra cosa consiste el superhombre.
De este modo, los
despreciadores del cuerpo no hacen otra cosa que servir a su sí-mismo, a su
cuerpo, pero ya no se trata de un cuerpo sano, sino de uno cansado que ya no es
capaz de crear por encima de sí, y en el que su despreciar consiste en su apreciar
(triunfo de las fuerzas reactivas). Esta actitud propia de toda voluntad
negativa proviene de la envidia, del enojo contra la vida y la tierra, contra
todos aquellos cuerpos que si llevan hasta el final sus potencialidades o por
lo menos lo intentan, y también de la vanidad, de aquel espíritu (aquella
posibilidad determinada o modo concreto de relacionarse las fuerzas) que se
cree el fin y sentido de todos los demás cuerpos, el fin último de la vida.
[1]Todo
hábito o costumbre no es más que un modo concreto que tienen las fuerzas de
relacionarse entre sí, es decir, una posibilidad determinada (que a su vez
siempre se manifiesta de diferentes maneras) entre una infinitud de
posibilidades.
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