La causa de todo
trasmundo y de todos los dioses o ídolos es la impotencia, la falta de valentía para
afirmar todo lo que conlleva la Vida: alegrías, dolor, sufrimiento, muerte,
placer, etc. Es el resultado de una vida fatigada, de una voluntad cansada de
vivir que lo único que anhela es poder descansar y sentir algo de placer en su
reducto de fantasía que es su trasmundo. Los dioses o ídolos no son más que creaciones
surgidas de una demencia, de una enfermedad; fantasmas que nacen de las cenizas
de los hombres, de la voluntad de poder negativa que se ha cansado de su propio
querer y lo único que quiere es conformarse con su ilusión, con el trasmundo
que ha creado al apartar la vista de sí misma, al renunciar a la Vida.
De este modo, el
mundo pierde realidad frente al trasmundo, pasando a ser una copia imperfecta
de éste y justificando así el sufrimiento y el dolor. Y así, aquel que más
sufra, que más anhele el trasmundo despreciando el cuerpo y la tierra, aquel
que sea más cobarde, más ruin, o sea, que más odie a la Vida, ese será el que
alcance la felicidad. Felicidad propia de la demencia, de la no aceptación del
sufrimiento y de la vida, del resentimiento y de la venganza. Pero de lo que no
son conscientes los trasmundanos es que aunque desprecien el cuerpo y la tierra
es sólo gracias a ellos que son capaces de despreciar, es decir, es el cuerpo
quien desespera de sí mismo y desea escapar fuera de sí.
El trasmundo es
el triunfo de una voluntad cansada de vivir, y por lo tanto de las fuerzas
reactivas que se ejercen impidiendo que las demás fuerzas se actualicen o
expresen según sus potencialidades. Debido a este cansancio por la vida, dicha voluntad en su anhelo se
crea para sí misma un mundo ilusorio en el que ahora si será capaz de hallar la tan esperada felicidad. En este nuevo mundo eterizado sólo habrá lugar para las fuerzas reactivas junto a su voluntad
negativa, ya no habrá más cansancio, y no, como en esta vida, en la cual por todos lados le asaltan fuerzas que desean actualizarse hasta sus últimas consecuencias
según sus propias potencias, de lo que son pueden, y por consiguiente, le posibilitan a ella aunque sea sólo indirectamente a que cambie su
modo de expresión, es decir, a que en vez de actualizarse negando a las demás sus
potencialidades, lo haga llevando las suyas propias hacía expresiones plenas.
Por ello, la fuente de esta voluntad no es otra que el odio hacia la Vida,
hacia la infinitud de posibilidades que ésta tiene de expresarse.
Tras toda
trascendencia se halla siempre un cuerpo cansado de vivir, cansado de
actualizarse según los modos de acción que le son propios, su naturaleza íntima, un cuerpo impotente
que lo único que anhela es poder descansar de la actividad constantemente
creativa de la Vida. Y por ello, su felicidad es la propia de la demencia,
porque va en contra de la Vida, de los modos de acción propios de cada tipo de
vida; es una felicidad que sólo alcanzarán aquellos que vayan contra su propio
cuerpo, negando con ello sus propios modos de acción o de relación con la
realidad, es una felicidad que sólo saborearán los más impotentes, los que más odien
a la Vida, los más cobardes, y que sólo podrán gozar en el trasmundo de fantasía que
se han creado para poder soportar el sufrimiento que les causa vivir, dolor al que se ven sometidas cada vez que las demás fuerzas se
actualizan según lo que pueden, ya que posibilitan que caigan en la tentación de vivir,
que se actualicen plenamente según sus potencialidades. Pero en su mundo
celeste no tendrán que soportar más a esta Vida juguetona y cruel junto a todas
sus fuerzas activas, sino que en él sólo habrá sitio para esa vida pobre y ruin
caracterizada por las fuerzas reactivas, ya no habrá más lugar para el
sufrimiento. Amen.
Frente a ello,
Nietzsche apuesta por una superación del hombre, por un cuerpo sano basado en
la honestidad y en el sentido de la tierra, en el que dominen las fuerzas
activas, es decir, en un cuerpo que actúe según las posibilidades que lo
constituyen, buscando en cada acción expresarse del modo más excelente posible;
una vida en la que ya no se crea en los fantasmas y en la que se acepte el sufrimiento
como única condición de posibilidad de todo enriquecimiento, pues ser capaz de
un mayor sufrimiento y de un mayor dolor implica una mayor sensibilidad para
intuir nuevos posibles modos de acción, o sea, nuevos modos de crearse a sí
mismo, de superarse deviniendo en algo diferente a lo que se era en cada momento.
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