jueves, 4 de julio de 2013

La estetización y el arte de la seducción




La ilusión es la capacidad de arrancarse de lo real a través de la invención de formas, es la capacidad de oponer otra escena, de pasar al otro lado del espejo inventando otro juego y otras reglas de juego. Se encuentra ligada al secreto: a que las cosas estén ausentes de sí mismas, que se retiren en sus apariencias. Aunque en el mundo de la indiferencia, en el nuestro, ya no es posible debido a que las imágenes han pasado a las cosas, ya no es posible el espejo de la realidad porque lo real se lo ha tragado. La imagen ha ocupado el corazón de la realidad dando lugar a una hiperrealidad en la que únicamente existe(n) la(s) pantalla(s) en donde solo se proyectan las mismas imágenes, único destino de la imagen ahora. Por lo tanto, ya no es posible imaginar lo real, ni trascenderlo ni transfigurarlo, debido a que la imagen se ha convertido ella misma en lo real. Nos hallamos en una realidad virtual en la que las cosas se han tragado su espejo, se han vuelto transparentes a sí mismas, y ya no tienen secretos ni capacidad de ilusionar. Lo único que hacen es inscribirse, en su virtualidad, en una pantalla. Lo real y la imagen han desaparecido.

Estamos ante lo mismo que sucede en la pornografia. En ésta se pierde la ilusión del deseo, tras ella, tras la orgía y la liberación de todos los deseos, ya no queda nada que desear. Hemos pasado del sexo a lo transexual, a la transparencia del sexo en signos e imágenes que le quitan todo su secreto y su ambigüedad. El sexo ya no tiene nada que ver con la ilusión del deseo pues se ha convertido en hiperrealidad de la imagen. Mientras que la ilusión del deseo es poderosa para el sexo, en el porno la energía de la diferencia sexual es trasmitida a todas las figuras del deseo, con lo que se fuerza el secreto del deseo y del objeto, incluso haciendo desaparecer la escena del deseo convirtiéndolo todo en obscenidad transexual. Es más, rigurosamente hablando no existe la pornografía localizable como tal debido a que se encuentra en todas partes, su esencia ha sido transmitida a todos los objetos a través de las técnicas visuales y televisivas. Sociedad pornográfica.

Del mismo modo, en el arte también se ha perdido el deseo de ilusión debido a que todas las cosas han sido elevadas a la banalidad estética, pasando a ser transestéticas. Dicho proceso comenzó en la orgía de la modernidad y en su intento por deconstruir alegremente el objeto y la representación, aunque en este periodo la ilusión estética todavía era poderosa. En el arte la energía de disociar la realidad fuerza el secreto del deseo y del objeto, haciendo desaparecer la ilusión a cambio de la obscenidad transestética: obscenidad de la visibilidad, de la transparencia de todas las cosas[1].

De este modo, el arte actual desistió de su función de anticipación y se dirigió al pasado, deviniendo en una forma de arte que “...funciona esencialmente en un travelling de su historia como resurrección más o menos auténtica o artificial de todas sus formas pasadas; y que puede recorrer toda su historia y retomarla, no exactamente explorando campos nuevos,..., sino adoptando la curvatura final y necesaria de las cosas”[2]. Y una parte de éste se dedica a un trabajo de disuasión, de duelo de la imagen y lo imaginario, de duelo estético casi siempre fallido. De este modo, nos hallamos en la esfera artística ante una melancolía generalizada, ante un destino melancólico de vivir más allá de sus fines, en el que se sobrevive a sí mismo en el reciclado de su historia y de sus vestigios. Estamos ante un arte que no es más que una retrospectiva de cuanto nos precedió, una retirada del futuro para orientarse al pasado, un “...reapropiarse de manera más o menos lúdica, más o menos kitsch, de todas las formas y obras del pasado, cercano, lejano y hasta contemporáneo”[3]. Se trata de un reciclaje irónico resultado de la desilusión de las cosas, una ironía fósil en la que la publicidad innunda el mundo artístico, ironía fruto del arrepentimiento y resentimiento para con la propia cultura.

Por ejemplo, lo que hoy en día impera en el cine actual es la alta tecnología, el exceso de virtuosismo, de efectos especiales, de clichés megalomaníacos, lo que conlleva un asedio a las imágenes, convirtiendo al cine en una parodia sarcástica, en una pornografía de imágenes. Toda la nueva programación no es más que un exceso de cine cuyo objetivo es conseguir la desilusión del espectador, el final de toda ilusión cinematográfica. A un mayor avance de la técnica le corresponde una disminución de la ilusión. En el cine actual todo se halla conectado de un modo hipertécnico, hipereficaz, hipervisible, en el que no se conoce ni la alusión ni la ilusión; no existe vacío, silencio, elipsis. Incluso llega a confundirse con la televisión. Las imágenes pierden especificidad e incluso desaparecen a fuerza de producirse a tiempo real, siendo la alta definición una perfección inútil de la imagen. Al recargarse lo real con lo real con miras a una ilusión perfecta, a una semejanza o estereotipo realista, se da muerte a la ilusión. Al igual que en el porno que al agregar una dimensión a la imagen del sexo se le quita una al deseo, descalificándolo a su vez de cualquier ilusión seductora.

La Realidad Virtual (imagen de síntesis, numérica) no es más que el apogeo de la des-imaginación de la imagen, de los esfuerzos inauditos por hacer que una imagen deje de ser una imagen, a fuerza de recrear una imagen realista en tres dimensiones, incluso agregando una cuarta y desembocando en la esfera de lo hiperreal. De este modo, destruye toda ilusión y apuesta por una “...ilusión perfecta, recreadora, realista, mimética, hologramática, que pone fin al juego de la ilusión mediante la perfección de la reproducción, de la reedición virtual de lo real”[4], o sea, que su único fin es la prostitución o exterminio de lo real por su doble.

El mal cine propio de este mundo indiferente no hace más que hipostasiar el simulacro y con ello “llenar el vacío de la imagen en forma de maquinación barroca y high-tech, con una agitación frenética y ecléctica”[5], y con ello un aumento en la desilusión imaginaria. Ya no existe la posibilidad de la mirada porque ya nada nos concierne, todo se ha vuelto indiferente.

Otro ejemplo puede observarse en la pintura de hoy en día, la cual ya no quiere ser mirada sino absorvida visualmente, circulando sin dejar rastro alguno. Ya no es más que la forma estética simplificada del intercambio imposible en el que no hay nada que decir. Es un objeto que ya no es objeto, un “objeto que no cesa de obsesionar con su inmanencia, son su presencia vacía e inmaterial”[6], un objeto que materializa la nada en los confines de la nada, la indiferencia en la indiferencia. La pintura es indiferente a sí misma como ilusión más poderosa que lo real, cayendo en la simulación de sí misma y en lo grotesco, pues ya no cree en su propia ilusión[7].

La abstracción fue la gran aventura del arte moderno, y en su fase original, expresionista o geométrica, formaba parte de la historia de la pintura, de la deconstrucción de la representación y del estallido del objeto. Se trataba de una desaparición en acto en la que al volatizar el objeto el sujeto tendía a la desaparición. En cambio, la nueva abstracción y figuración sólo buscan mostrar “rastros del campo indiferenciado, banalizado, desintensificado, de nuestra vida cotidiana, de una banalidad de las imágenes que han ingresado en las costumbres”, es decir, que no hacen más que trazar la desencarnación total de nuestro mundo en su fase banalizada. De este modo, el arte se convierte en el metalenguaje de la banalidad, en una simulación desdramatizada. No es más que la consecuencia de esta sociedad del paroxismo y exorcismo en la que se ha absorvido hasta el vértigo de nuestra realidad, nuestra identidad, y se procura rechazarla, o sea, ha absorvido su doble y ahora quiere expulsarlo[8].

Se ha olvidado que toda imagen es una abstracción del mundo en dos dimensiones, por la cual, a través de quitarle una dimensión al mundo real inaugura la potencia de la ilusión, ilusión creadora no sólo propia de la imagen, sino también del signo, del concepto, etc. Del mismo modo, el Trompe-l’oeil al quitar una dimensión a los objetos reales convierte su presencia en mágica, reencontrándose con el sueño, con la irrealidad total en su minuciosa exactitud. Al encanto formal le agrega el espiritual, con lo que se trata del éxtasis del objeto real en su forma inmanente. Como lo sublime no alcanza se necesita lo sutil, o sea, desviar lo real tomándolo a la letra. Sólo de la ausencia, de la sustracción, nace la potencia o fuerza, en este caso, la de ilusión.

Por el contrario, la acumulación lo único que produce es una ilusión desencantada de la profusión moderna de pantallas e imágenes que proliferan por doquier[9]. Inmersión en el tiempo real, en el cual “... el anillo del tiempo se cierra sobre sí mismo en la instantaneidad, derogando toda ilusión, tanto del pasado como del futuro”[10].

El arte es la ilusión exacerbada, el espejo hiperbólico del mundo, sin tratarse de un reflejo mecánico de las condiciones positivas o negativas de éste. Por el contrario, en el mundo de la indiferencia en el que nos encontramos, el arte contemporáneo no hará más que acrecentar esta indiferencia, girando alrededor del vacío de la imagen, del objeto que ya no es, aumentando la ilusión perfecta o hiperreal.

Así pues, de igual modo que los artistas del Renacimiento creían hacer obras religiosas cuando en verdad hacían obras de arte, los artistas modernos creen hacer obras de arte cuando únicamente hacen objetos fetiches desencantados, puramente decorativos para uso temporal; objetos supersticiosos que no corresponden a una naturaleza sublime del arte ni a una creencia en él, pues no son más que objetos indiferentes en los que se niega su realidad y su placer estético. Ya sólo se cree en la idea del arte, poniéndose los artistas a trabajar sobre ella. Estos objetos fetiches no significan nada en absoluto, pero significan; se trata de una forma de transexualidad atravesada por su idea de arte, por los signos vacíos de sí mismos y de su desaparición.

De este modo, el arte actual se trata de una arte abstracto que se halla atravesado por la idea más que por la imaginación de ideas y sustancias. Es un arte conceptual que fetichiza en la obra el concepto que no es más que un estereotipo de un modelo cerebral de arte. Lo que se fetichiza en la mercancía no es el valor real, sino el estereotipo abstracto del valor, y por ello el arte está condenado a la ideología fetichista y decorativa, no teniendo ya existencia propia. Se encuentra en rumbo hacia su desaparición como actividad específica, lo cual se manifiesta en la reversión del arte en técnica y artesanado (electrónica), o como un ritualismo primario en el que cualquier cosa es estética. El problema reside en que esta crisis amenaza con ser interminable. En cambio, con Warhol la crisis terminó en sustancia[11]. 

 O tal vez, comenta Baudrillard, estemos ante una apuesta por la comedia del arte al igual que otras sociedades han apostado a la comedia de la ideología, o como Italia a la comedia del poder, o incluso nosotros a la comedia del porno en la publicidad obscena de las imágenes del cuerpo femenino. Lo único cierto es que si toda esta visibilidad fuera verdad sería insoportable, es más, todo es demasiado evidente para ser cierto.

Pues el arte actual es demasiado superficial para ser verdaderamente nulo, así pues, debe de haber un misterio, un enigma por debajo, debe de haber un sentido tras este derroche inútil de sexo y signos, aunque ahora sólo podemos vivirlo con irónica indiferencia. “Si todo se vuelve demasiado evidente como para ser verdad, tal vez queda alguna posibilidad para la ilusión”[12]. Por lo menos el arte moderno era una suerte de alternativa dramática de la realidad que traducía la irrupción de la irrealidad en la realidad, con lo que formaba parte de lo maldito. En cambio, el significado del arte y del porno en este mundo de antemano hiperrealista, publicitario, pornográfico, nuestro mundo, no es sino la realidad riéndose de sí misma bajo su forma más hiperrealista, más exhibicionista, y de su desaparición bajo su forma más radical: la ironía.

La dictadura de imágenes imperante en nuestro mundo es en realidad una dictadura de la ironía, si bien ya no forma parte, como el arte moderno, de lo maldito, sino que participa del delito de iniciados[13], de la “complicidad oculta y vergonzosa que liga al artista orlado por su aura irrisoria a unas masas entontecidas e incrédulas”[14]. Esta dictadura de las imágenes forma parte del complot del arte.

Si el arte que apostaba a su desaparición y a la del objeto era todavía una gran obra, por el contrario, el arte contemporáneo apuesta a reciclarse indefinidamente apoderándose de la realidad, a través de apropiarse de la banalidad, del desecho, de la mediocridad, como valor e ideología. No es más que un juego de compromiso con el estado de cosas y con las formas pasadas de arte. “Una confesión de originalidad, banalidad y nulidad elevada al rango de valor y hasta de goce estético perverso”[15]. Esta mediocridad consiste en sublimarse pasando al nivel irónico del arte, aunque siga resultando nulo e insignificante, un pasaje al nivel estético en el que no se salva nada y lo único que hace es elevar la mediocridad al cuadrado. Lo único a lo que se aspira es a la nulidad, a ser nulo, aunque no se lo consiga (sólo Warhol lo consigue). Y en ello se basa la duplicidad del arte contemporáneo, en reivindicar la nulidad, la insignificancia y el significado, aspirar a la superficialidad en términos superficiales [16]. 

Por el contrario, las imágenes de Warhol se encuentran más allá de lo estético, pues se tratan de imágenes trasestéticas, de objetos-fetiche carentes de significados, de ilusión, de valor. No son más que el espejo de nuestra desilusión radical del mundo, objetos irónicamente puros. Coge una imagen cualquiera y elimina lo imaginario que puede quedar en ella para convertirla en puro producto visual. Se rige por la lógica pura, el simulacro incondicional para llevar a cabo la verdadera metamorfosis maquínica, brindando una ilusión pura de la técnica, técnica como ilusión radical.

Por el contrario, en el otro lado nos encontramos con gente como Steve Miller que trabajan estéticamente la videoimagen, la imagen científica o de síntesis, es decir, gente que intenta fabricar estética a partir de material bruto sirviéndose de la máquina para hacer arte, valiéndose de la técnica para conseguir generar ilusión.

En cambio, Warhol “sólo es el agente de la aparición irónica de las cosas. No es más que el medium de esta gigantesca publicidad que se hace el mundo a través de la técnica, a través de las imágenes, forzando a nuestra imaginación a desaparecer, a nuestras pasiones a extraviarse, rompiendo el espejo que le tendíamos – hipócritamente – para adueñarnos de él en nuestro provecho”[17]. Sus imágenes no hacen más que filtrar el mundo en su evidencia material, imponiéndonos éste su discontinuidad-fragmentación, su instantaneidad superficial. Y no son banales porque constituyan el reflejo de un mundo banal, sino porque resultan de la ausencia en el sujeto de toda pretensión de interpretarlo. Estamos ante la elavación de la imagen a la figuración pura sin transfiguración alguna. Ya no existe trascendencia, lo que conlleva un aumento en la potencia del signo, una pérdida de toda significación natural, que hace del signo que resplandezca en el vacío con toda su luz artificial. Warhol es el primer introductor al fetichismo.

El acontecimiento fundamental del arte es que nada emerge en el corazón del sistema de signos, pues se trata de una operación poética, de un hacer surgir la ilusión radical de la potencia del signo, y no de la banalidad o indiferencia de lo real. Por ello, Warhol es nulo ya que reintroduce la nada en el corazón de la imagen, “hace de la nulidad y de la insignificancia un acontecimiento que él transforma en una estrategia fatal de la imagen”[18].

En cambio, el arte contemporáneo no es más que una estrategia comercial de la nulidad con forma publicitaria, forma sentimental de la mercancía, en la que se enconde tras su nulidad y la metástasis de su discurso, el cual intenta hacer valer esa nulidad como valor. Pero este discurso es peor que nada porque no significa nada y existe, procurándose buenas razones para ello. Ya no existe juicio crítico posible en medio de este reparto amistoso de la nulidad. Y este complot del arte “no puede desanudarse en ningún universo conocido, pues, tras la mistificación de las imágenes, se ha puesto a resguardo del pensamiento”[19]. Además, fuerza a la gente, fanfarroneando con la nulidad, a que le de pretexto y crédito a todo esto porque quizás no sea tan nulo. De este modo, el arte contemporáneo como delito de iniciados (punto de vista financiero del mercado de arte y de la gestión de los valores estéticos) apuesta a esta incertidumbre: a la imposibilidad del juicio estético, además de especular con la culpa de los que no entienden que no hay nada que entender del arte y de la gestión. Todo goza de la misma complicidad y resignación irónica de los consumidores (al igual que la política, la economía y la información).

Pero por el contrario, la obra llevada a cabo por Warhol se caracteriza por la irrupción de la banalidad, la mecanicidad de sus gestos, de sus imágenes, por su iconolatría. Es el acontecimiento de la chatura, de la nulidad, convirtiéndose en un gran momento del siglo XX pues es él único que supo dramatizar: “él añade a la simulación la condición de drama,...: algo dramático entre dos fases, pasaje a la imagen y equivalencia absoluta de todas las imágenes”[20]. Sus obras son fruto de la afirmación que repetía Warhol sobre sí mismo: soy una máquina, no soy nada, en la que expresa que él no es más que la operatividad misma funcionando en todos los planos sin ser nada en absoluto. Afirmando el mundo en su evidencia total, un mundo postfigurativo en el que él mismo es genial y todo es genial. Se trata de un acto repensado a partir de Duchamp[21], el cual ha dejado de ser obra de arte para devenir en acontecimiento antropológico. Warhol como aconteciminto antropológico en el que “... con un cinismo y un agnosticismo totales, efectuó una manipulación, una transfusión de la imagen en lo real, del referente ausente en la starización de lo banal”[22]. Estamos ante una provación a la moral de la estética, provocación que nos posibilita liberarnos tanto de la estética como del arte.

El arte se define desde una base elitista, sin bien en la actualidad no es defendible ya que sólo existe una única regla, la de la indiferencia democrática. Y Warhol llegó a ella sin necesidad de teroizar. Lo que llevó a acabo fue aportar una expresión estética a una especie de realidad, de evidencia de la sociedad, de la anulación, y junto a una estetización del conjunto de los productos expresivos consiguió llevar a la estética hasta el final: ya nada posee cualidad estética alguna, volviendose todo en sentido contrario. Toma el mundo de las stars junto a su violencia tal y como es, literalemente, despojándolo de todos los chismes de los media; lo enfría y también lo convierte en enigma, otorgándole una fuerza enigmática a la banalidad que nosotros creemos haber sacado a al luz y denunciado moralmente. Es una apuesta por la sustancia (no-sustancia), por el esnobismo radical, la afectación total, y a su vez, también por la no-afectación total, por el candor absoluto respecto a la ignorancia del mundo, del mundo de imágenes sin imaginario que trata sin imaginario.

De este modo, sus obras se inscriben sobre un fondo de indiferencia radical pues no tiene por objetivo más que lograr el vacío a partir del cual poder encontrar la singularidad y estilo propios. Y todo ello lo lleva a cabo bajo la perspectiva de que todo es genial. Con ello consiguen manifestar un esnobismo radical a través del potenciamiento del objeto, del signo, de la imagen, del simulacro, del valor, con la consiguiente aniquilación del sujeto del arte en la desinvestidura del acto creador. Un ejemplo de ello podemos encontrarlo en el mercado del arte, en donde lejos de la alienación del precio (medida real de las cosas) predomina el fetichismo del valor, estallando con ello la noción de mercado y aniquilando la obra de arte.

En este mundo actual ya no existen vanguardias ni utopías, pero sin embargo Warhol salda sus cuentas con la utopía porque se asiente en su corazón, en la nada o vacío, identificándose con ella, no llegando a ninguna parte, ni utilizando ni el arte ni la estética. Este vacío o desierto constituye la definición de la utopía[23]. 

Ahora bien, si nos encontramos en una realidad de la simulación en la cual se juega con la oposición del signo a lo real, apuesta o desafío no jugado de antemano: juego metafórico con muchas cosas, un universo fascinante y fantasmagórico, una especie de cortocircuito entre lo real y su imagen, los cuales se chocan y se anulan los unos a los otros; este proceso en el que se da un aura del simulacro, puede llevarse a cabo, o bien, en una simulación auténtica, o en una inauténtica. La primera se halla representada en las primeras obras de Warhol (1965) en las que el objeto-mercancía, el signo-mercancía, quedaba irónicamente sacralizado, siendo la transparencia el único ritual que nos queda. De este modo, consigue estallar la simulación y el arte a través de embestir de manera original contra el concepto de originalidad. Trata de manera ascética e irónica el traumatismo escéptico de la irrupción de la mercancía en el arte, simplificando la práctica artística, y dando lugar a la genialidad de la mercancía, una nueva genialidad del arte: el genio de la simulación. Por el otro lado, está la simulación inauténtica que también puede verse en Warhol, pero esta vez en el de 1986. Ella no es más que un estereotipo de la simulación ya que reproduce lo inoriginal de una manera inoriginal dando lugar a una estetización cínica y sentimental. En ella va predominar el genio publicitario que no es más que la nueva clase de mercancía, mercancía estetizada por el arte oficial. La estetización es una malversación del simulacro a partir de la cual ya no va a desaparecer la dimensión imaginaria y onírica, debido a que ya no va a existir una apuesta de muerte, un objeto de deseo. En cambio, Warhol presenta en la banalidad algo de la muerte y el destino[24].

Vivimos en una hiperrealidad carente de sentido en la que toda perspectiva quedó absorvida en una superficie sin profundidad posibilitada por la tecnología, la cual se encarga en enlazar fragmentos dispersos de lo real. Es el fin de la representación, y por lo tanto, el fin de la estética y de la imagen. Es un efecto perverso y paradójico, y tal vez más, ya que a la vez que la técnica ha expulsado a la ilusión y a la utopía, la ironía ha pasado a las cosas, es decir, que como contrapartida a la pérdida de ilusión del mundo, ha aparecido la ironía objetiva de este mundo. Así, la ironía ha devenido en la forma universal y espiritual de la desilusión del mundo, en un espíritu agudo surgiendo del corazón de la banalidad técnica de nuestros objetos e imágenes.

De este modo, el dilema se encuentra en elegir entre una simulación irreversible o el arte de la simulación. En la primera, no hay nada más allá de ella, y ni siquiera es un acontecimiento, ya que se trata de la banalidad absoluta, la nuestra, de la obscenidad cotidiana: estetización. Este tipo de simulación es la propia del nihilismo definitivo, de la repetición insensata de todas las formas de nuestra cultura (¿a la espera de algún acontecimiento impresivisible? ¿pero de dónde podría venir?). Estamos ante un arte encarnizado en su propio cadáver, un arte que se sustenta en la simulación pobre o inauténtica, es decir, en sumar lo mismo a lo mismo sucesivamente, en abismo. La victoria se la ha llevado la pulsión de aniquilamiento, borrando todas las huellas del mundo y de la realidad. Por el contrario, el arte de la simulación es la cualidad irónica que resucita una y otra vez las apariencias del mundo para destruirlas, arrancando lo mismo de lo mismo, pues cada imagen le quita algo a la realidad del mundo, y al desaparecer algo se está posibilitando la ilusión. Este tipo de simulación no cede al aniquilamiento y se constituye en el secreto del arte y de la seducción, es decir, en mantener la desaparición viva: arte de la seducción.

Y el arte actual no es más que la iconoclastia moderna, o sea, arte de fabricar imágenes, y ya no en romperlas, en dar lugar a una profusión de imágenes en las que ya no hay nada que ver, pues no dejan huellas, carecen de consecuencias estéticas, algo ha desaparecido, y en ello se halla su secreto. El secreto de la simulación consiste en que ha desaparecido el mundo real y la cuestión de su existencia ya no tiene sentido. La iconoclastia en Bizancio consistía en la representación de Dios, pero al simularlo en las imágenes conseguían disimular el problema de su existencia. La  imagen pasaba así a ser un mero pretexto para no preguntarse por Dios. Éste desaparecía detrás de cada imagen, y no es que estuviera muerto, sino que su existencia no se planteaba. Quizás, sea ello mismo la estrategia de Dios, es decir, que obedezca a su pulsión de no dejar huellas, a desaparecer detrás de cada una de las imágenes. De igual modo, el mundo de la simulación, el del arte, los medios, etc, da lugar a que el signo haga desaparecer a la realidad, además de enmascarar dicha desaparición. No es más que una orgía de imágenes que esconde tal vez una forma de ilusión, irónica, un mundo.

Pero por otro lado, ello ha posibilitado que pasemos de una ironía subjetiva del sujeto como espejo crítico en el que se refleja la incertidumbre, la sinrazón del mundo, a una ironía objetiva como espejo del mundo mismo, objetual y artificial, que refleja la ausencia y transparencia del sujeto. La primera era una función crítica mediante la cual la ironía se proyectaba sobre el mundo real por un espejo exterior que tendía al mundo la imagen de su doble. Ahora se trata de una función irónica del objeto, ya que las mercancías simplemente por el mero hecho de serlo ejercen una función artificial e irónica sobre el sujeto. Nuestro propio universo se ha tragado a su doble y se ha vuelto espectral, transparente, pudiendo encontrarse dicha ironía en cada una de nuestras imágenes, modelos, signos, etc. Warhol como maquinación pura. Así, en otro tiempo los surrealistas exageraron la funcionalidad, confrontando los objetos con lo absurdo de su función en una irrealidad poética. Pero ésto hoy en día ya no es necesario debido a que las mismas cosas se explican irónicamente ellas solas, descartándose de su sentido sin esfuerzo, no necesitándose acentuar su artificio o su sin sentido.

Ahora bien, si estamos ante una patafísica de los objetos y la mercancía, de los signos y lo operacional, en la que las cosas se han visto privadas de su secreto e ilusión, y condenadas a la apariencia de lo visible y de la publicidad: mundo moderno como mundo publicitario (es más, la publicidad se halla en el mismo corazón de la mercancía), un mundo en el que todo quiere manifestarse, significar, ser visto, leído, grabado, fotografiado, un mundo basado en la perversión publicitaria. Correlativamente, nosotros somos la figura de su puesta en escena, un sujeto que ya no es origen de ningún proceso, sino simplemente el agente de la ironía objetiva del mundo. El sujeto ya no representa el mundo debido a que el objeto lo refracta sutilmente por medio de todas las técnicas, imponiéndole su presencia y forma aleatoria. Esta potencia del objeto es fruto del juego de la simulación y de los simulacros, a través del artificio que le hemos impuesto. Y esta revancha irónica en la que el objeto deviene en atractor extraño, implica el límite de la aventura estética, del dominio del mundo por el sujeto, en fin, el fin de la representación. El objeto ha sido despojado por la técnica de todo secreto, de toda ilusión, de su origen a consecuencia de haberse generado en modelos, de toda connotación de sentido y valor; ha sido exorbitado, soltado de la órbita del sujeto y del modo de visión estético. Ya no es más que un objeto puro ejerciendo una fascinación, que sin embargo, consigue recuperar algo de su fuerza e inmediatez anterior a la estetización. Estamos en un periodo en el que los simulacros dejan de ser y pasan a una evidencia material, a convertirse en fetiches despersonalizados, desimbolizados, de intensidad máxima, en simples medium que absorven la identidad del interlocutor, aunque su función sea más de eyección y de rechazo.

De este modo, el secreto de los objetos no es su expresión, su forma representativa, sino su condensación y dispersión en el ciclo de la metamorfósis. Las formas y figuras no se liberan (la liberación no es más que una superstición moderna) sino que se las encadena encontrando el hilo que las enlaza y engendra. Y por ello, el arte no es sino el entrar en la intimidad de este proceso. Es necesario escapar a la trampa de la representación, y ello se puede hacer de dos modos: o mediante su deconstrucción interminable, carente de reflejo o historia, o sea, de significación; o saliendo de ella, olvidando todo afán de interpretación o violencia crítica del sentido y del contrasentido. A través de esta segunda vía lo que se persigue es alcanzar la matriz de la aparición de las cosas, y en ella éstas declinan simplemente su presencia, presencia en formas múltiples, desmultiplicadas según el espectro de las metamorfosis. Y en ello se va a sustentar la ilusión, es decir, en entrar en el espectro de dispersión del objeto, en la matriz de distribución de las formas, ya que superar una forma es pasar a otra: no hay para la forma más destino que la forma. Y es de gran importancia tener siempre presente que todo arte es ilusión, es un Trompe-l’oeil, un engaña-vida. Así pues, por ejemplo, la pintura no es una expresión verídica del mundo, sino que consiste en erigir señuelos en los que la realidad supuesta del mundo se deje atrapar[25].

Hoy en día se hace más necesario que nunca recobrar la ilusión, y a través de ella, una forma de seducción fundamental. Y un buen camino para ello es el Trompe-l’oeil, tradición ritual que no se mezcló con la pintura, siendo siempre tributaria del señuelo. Ilusión antropológica, “función genérica que es la del mundo y su aparición y por la que el mundo se nos presenta mucho antes de haber adquirido un sentido,  mucho antes de ser interpretado o representado, mucho antes de volverse real, lo cual devino tardíamente y sin duda de manera efímera”[26]. Estamos ante la ilusión ni negativa ni supersticiosa de este mundo, sino positiva de este mundo, de la operación simbólica del mundo; ilusión vital de las apariencias, ilusión como escena primitiva, anterior y más fundamental que la estética.

El reino del arte y la estética no es más que la gestión convencional de la ilusión, neutralizando de este modo los efectos delirantes de la ilusión como fenómeno extremo. Se trata de una sublimación, de un dominio de la ilusión radical del mundo por la forma, pues si no fuera así nos aniquilaría, y eso es lo que se intenta evitar, o lo que es lo mismo, se busca la supervivencia del sujeto. Arte y estética narcisista. Por el contrario, otras culturas han aceptado la cruel evidencia de la ilusión original del mundo, organizándola con arreglo a un equilibrio artificial, a una ilusión, mediante ceremonias. Pero las culturas modernas ya no creen en la ilusión del mundo, sólo creen ya en su realidad, la cual no es más que la última de las ilusiones, ilusión que busca mitigar los estragos de la ilusión por la estética, es decir, por la forma culta y dócil del simulacro. Mientras que la ilusión no posee historia, la estética sí, ella tiene un tiempo, el actual, en el que sin embargo acontece su desvanecimiento gracias al simulacro incondicional, una escena primitiva de la ilusión por la que podemos retroceder a rituales y fantasmagorías inhumanos de culturas anteriores. En fin, la apuesta de Baudrillard no es más que ésta, la de recobrar la ilusión radical.

Y su pensamiento expresa una afirmación no positiva, una afirmación por la singularidad sin concepto (envés fantasmal de nuestra opulencia) como presencia simbólica, comprendiendo la obra de arte como presencia simbólica (aparición estólita) que anule el aura insoportable del sujeto narcisista y de la starización que sostiene nuestra cultura mundial, a través de un parpadeo sin traducción posible a la cultura, es decir, independiente del arte oficial y su metalenguaje global. Pasando a convertirse la obra en un sistema de aplazamiento y tránsito cuyo objetivo es convertir el accidente en momento duradero. Y esta operación poética de la forma como seducción del evento (acontecimiento de la percepción), como posibilidad de ilusión y profundidad, carece de reflejo en el orden circulatorio del discurso-mercancía.

Así pues, el arte actual y sus instituciones como mediación infinita que se sustenta en su intolerancia hacía la seducción es una comedia igual de miserable que el resto de la cultura. Su apuesta por la imagen técnica (medios y arte) que taladra el acontecimiento no es más que una guerra preventiva contra lo real, contra el enigma de la discontinuidad. La alta definición de la imagen omnipresente, su perfección inútil en la pantalla continua sin imaginación posible, su imposibilidad de percepción, es fruto de la inexixtencia de relación con el vacío. La estetización llevada a cabo en nuestros días supone que el arte desaparece al realizarse socialmente, dejando de existir la posibilidad de ilusión, de la mirada, de la imaginación, y dando paso a una hipervisibilidad, como solución final a lo real, que remite a una transparencia numérica como integrismo silencioso de la digitalización. El contagio estético propio de la posmodernidad no es más que una estetización del mercado fruto de la productividad, en la que todo hereda la naturaleza de la obra de arte, convirtiéndose todo en eterno, en objeto de acumulación, desplegándose en el espacio y en la actualidad una convivencia de diferencias inmunes[27].

Y todo ello es consecuencia de la cultura moderna que encuentra su sustento en la forma informe de libertad (azar) y en la forma inductiva-deductiva del encadenamiento racional (necesidad). Siendo su orden de producción característico el que imposibilita un orden de aparición y desaparición de las cosas, impidiéndoles que existan repentínamente, pues en él, las cosas llegan antes de haber llegado: apariencia pura, que sin embargo puede volver a conducirnos a recuperar un destino, un modo de aparición y desaparición simultáneo, que pueda seducirnos y fascinarnos, es más, es lo único que puede hacerlo. Así pues, sólo la superbanalidad como intensificación del aburrimiento (nunca se busca la diversión sino siempre una distracción fatal) como equivalente a la fatalidad es la única salida que nos queda, y gracias a esta profundización de las condiciones negativas se puede volver a tener un destino.

Al hilo de todo ello, Baudrillard solicita un arte (que no se erige como oposición sino como forma que sucede a la forma del arte actual) en el que ya no sea necesario “...ex-plicar las cosas, ventilarlas en unas determinaciones objetivas y en un sistema de referencias definido, sino, por el contrario, [que implique] un mundo entero en uno solo de sus detalles, un acontecimiento entero en uno solo de sus rasgos, toda la energía de la naturaleza en uno solo de sus objetos”[28], con el único fin de seducirnos, de arrancarnos a nuestro propio deseo para devolvernos a la soberania del mundo. Pues la seducción, y por lo tanto su arte,  no consiste más que en regular las apariencias, siendo su secreto la Regla de la Apariencias y de las Desapariciones: aniquilación de las causas y el amortajamiento de los fines en el único orden regulado de las apariencias. Y en este sentido, las culturas exteriores se encargaban, a través de las ceremonias, en regular las apariciones y las desapariciones, en preservar el dominio de ésta y su regla. Forma de obligación basada en la fascinación por el doble milagro de la aparición de las cosas y de su desaparición.

Pues las cosas sólo tienen sentido cuando se ven transfiguradas por la pasión seductora, y esta ilusión se pone en escena como desviación, como voluntad de despreciar sus causas y de agotarse en sus efectos, y en especial en su desaparición: lejano eco de la desviación original. Y es esta excentricidad en la que las cosas se agotan en su espectáculo, en su fetichización mágica y artificial, la que nos protege de lo real y de sus consecuencias desastrosas. Pero es importante concebir el espectáculo como la estrategia victoriosa del objeto, como su modo de desviación y de no ser desviado, es decir, como la puesta es escena del principio irónico, inmoral del Mal. El objeto no es ni el doble, ni la representación, ni la fantasía ni la alucinación del sujeto, sino que posee su propia estrategia, su propia regla de juego, la cual es irónica y el sujeto se ve imposibilitado para acceder a ella. Esta ironía objetiva se basa en la realización del objeto sin consideración alguna hacía el sujeto ni a su alienación; es el orden de lo que está realizado y no se puede escapar. Estamos ante una fatalidad antitética del orden de la inhibición, en la que no se puede escapar a la presencia irónica del objeto, a su indiferencia y sus encadenamientos indiferentes, a su desafío, su seducción, su desobediencia a todo orden simbólico e inconsciente, en fin, al principio del Mal.

De este modo, el objeto desobedece a la metafísica junto a sus principios del Bien y del Mal, es más, el objeto es traslúcido al Mal, muestra malignamente su servidumbre voluntaria, lo cual constituye un enigma, a cualquier ley impuesta, desobedeciendo de este modo toda legislación, del mismo modo que la naturaleza. La obediencia es una estrategia banal que sin embargo contiene en secreto una desobediencia fatal al orden simbólico, es decir, que remite al principio del Mal como encubrimiento y malversación irónica del orden simbólico. Y debido a esta objetividad pura, soberana e irreconciliable, inmanente y enigmática, el objeto es un buen conductor de lo fatal. Aunque lo realmente importante es la espiral de lo peor, la negatividad más radical, en la que se halla: si todo acaba por desobedecer al orden simbólico es que en el fondo todo ha sido desviado ya desde un origen: el mundo antes de ser producido, ha sido seducido, desmentido en su origen, con lo que es imposible que éste se verifique alguna vez. Nadie es capaz de articular proceso final alguno[29].

El arte de la seducción nos posibilita recobrar la ilusión, la ínfima distancia que hace jugar lo real con su propia realidad, o sea, que juega con la desaparición de lo real exaltando sus apariencias. Regla irónica del juego, ya que éste se halla “basado en la posibilidad para todo sistema de desbordar su propio principio de realidad y de refractarse en otra lógica”[30]: secreto de la ilusión. Así pues, se hace necesario mantener viva esta dimensión vital de la ilusión.




[1] Cfr, J.BAUDRILLARD, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Amorrortu Buenos Aires 2006, pp. 28-30
[2] J.BAUDRILLARD, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Amorrortu Buenos Aires 2006, p. 111
[3] Ibid, p. 11
[4] Ibid, p. 16
[5] Ibid, p. 19
[6] Ibid, p. 18
[7] Cfr, J.BAUDRILLARD, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Amorrortu Buenos Aires 2006, pp. 13-20
[8] Ibid, pp. 21-22
[9] Ibid, pp. 15-17
[10] J.BAUDRILLARD, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Amorrortu Buenos Aires 2006, p. 16
[11] Cfr, J.BAUDRILLARD, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Amorrortu Buenos Aires 2006, pp. 38-41

[12] J.BAUDRILLARD, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Amorrortu Buenos Aires 2006, p. 55
[13] El delito de iniciados lo llevan a cabo los falsarios de la nulidad que prostituyen el principio de las apariencias y la desaparición por fines útiles o valores.
[14] J.BAUDRILLARD, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Amorrortu Buenos Aires 2006,  p. 58
[15] Ibid, p. 59
[16] Cfr, J.BAUDRILLARD, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Amorrortu Buenos Aires 2006, pp. 53-60
[17] J.BAUDRILLARD, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Amorrortu Buenos Aires 2006, p. 38
[18] Ibid, p. 63
[19] Ibid, p. 65
[20] Ibid, p. 76
[21] Los ready-made que popularizó Duchamp no son más que la suspensión “...de la subjetividad por el cual el acto artísitico no es más que la transposición del objeto en objeto de arte”. El arte no es más que una operación mágica en la que “...el objeto en su banalidad es transferido a una estética que hace del mundo entero un ready-made”. Toda la banalidad del mundo pasa a la estética, toda estética se vuelve banal, lo que implica el fin de la estética tradicional. Debido a que todo el mundo se vuelve estético, se produce el final del arte y de la estética; todas las cosas a partir de ahora se convierten en ready-made (transferir un objeto a otra dimensión).
[22] Ibidem
[23] Cfr, J.BAUDRILLARD, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Amorrortu Buenos Aires 2006, pp.  36-38 y 63-81
[24] Ibid, pp. 22-23 y 82-85
[25] Del mismo modo, toda teoría se trata en realidad de un engaña-sentido, pues ésta no consiste en tener un determinado conjunto de ideas, sino que su deber es erigir señuelos en los que el sentido se deje atrapar. En cambio, el intelectualismo no es más que una discriminación reflexiva en la que superar una idea no es más que negarla, en vez de pasar a otra.
[26]  J.BAUDRILLARD, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Amorrortu Buenos Aires 2006, p. 45
[27] Cfr, J.BAUDRILLARD, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Amorrortu Buenos Aires 2006, pp.  29-35 y 42-46
[28] J.BAUDRILLARD, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Amorrortu Buenos Aires 2006, p. 126
[29] Cfr, J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama Barcelona 1984, pp. 195-200
[30] J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama Barcelona 1984, p. 187


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