domingo, 16 de junio de 2013

Paseando junto a Baudrillard....(I)




Existe un desprecio filosófico a la hora de tratar la obra de Baudrillard. Dicho desprecio se expresa principalmente a través de tres vías: (1) aquella que lo reduce a un simple impresionismo sociológico, a un proceso de efectismo de una jerga fácil, de una retórica excesivamente espectacular; (2) la que lo considera políticamente deleznable a causa de la ironía que muestra por nuestros valores ilustrados y democráticos y su empatía hacía las sociedades exteriores; (3) y por último, la que lo rechaza tajantemente por su persistencia en mantener el referente de lo singular, de la inmediatez brutal y no representable, de lo simbólico que brota de una relación afirmativa con la muerte y que constituye la vitalidad como fuerza común política e impolítica. En resumen, la virulencia crítica mostrada ante su pensamiento se debe a la dureza que muestra contra nuestro nihilismo espectacular y a su simpatía por la fuerza simbólica de las culturas atrasadas.

Y su nostalgia por la universalidad de lo singular, por el desierto (indeterminación = suelo) como suma total de nuestras posibilidades, aquí y ahora, se ve enfrentada al complot que lleva a cabo nuestra cultura contra lo real mediante el bloqueo de su acontecimiento imprevisible e inaceptable (la exterioridad), pues lo real, la existencia que queda fuera, es concebida como el Mal. Dicho complot encuentra su expresión (filosofía, cultura, arte) en la fascinación mostrada por las tecnologías de moda, que no es sino ideología de la comunicación, cuyo fin es la prostitución y exterminio de lo real por su doble, por su copia: crimen perfecto en el cual ya no queda rastro del cadáver, y ese es el objetivo del asesinato de lo real a manos del reino de la copia, de la clonación generalizada, consecuencia de un puritarismo de la ideología de la digitalización cuya base se halla en al obsesión por acabar con toda dualidad. Llegamos al grado Xerox de la especie, al duplicado, como lo es la Unión Europea de los EEUU.

En correlación a este idealismo que caracteriza a nuestra sociedad se halla la simpatía que muestra por las masas como resistencia sorda a los valores culturales de la elite y a su soberana indiferencia a la alta cultura ilustrada, la cual se ve sometida a una desaparición paródica en el fondo estadístico de las pantallas. Esta indiferencia que entusiasma a Baudrillard es despreciada por la burocracia intelectual como algo tosco y bárbaro, ya que remite a una revuelta metafísica, impolítica, de una comunidad que viene a golpe de acontecimiento, revuelta que apunta a que la crisis del sistema (aunque vivimos en el sistema de la crisis y de la obsesión por la seguridad) viene por el choque con las culturas exteriores.

Por otro lado, el sistema económico propio de nuestra sociedad se caracteriza por el simulacro y por el concepto de diferencia como equivalencia o indiferencia radical. La diferencia del código es la posibilidad de un principio de equivalencia, lo cual obtiene su mayor expresión en el dinero. Dicho sistema ha ido evolucionando desde una lógica funcional, del uso, y pasando por una lógica económica o del cambio, hacia una lógica diferencial o del signo[1]. La sociedad de consumo que ha dado lugar se caracteriza por la circulación de imágenes/signos que constituyen la esencia de la mercancía (y no su utilidad), pasando a convertirse los objetos en meros simulacros, en los que el valor de cambio encuentra su soporte en el valor de uso, el cual nunca fue tal sino solamente una mera excusa del primero.

Esta lógica diferencial no tiene como propósito más que la transformación del mundo en un orden de simulacros, y para realizar dicho control se basa en un código del signo y la diferencia (que favorece a ciertos intereses). Dicho código es una estructura de control y modelo más sutil y totalizante que la explotación, ya que se erige como una estructura equivalente a la realidad, llegando incluso a sustituirla dando paso a la hiperrealidad. Así pues, lo importante no es ya el monopolio de los medios de producción, sino el monopolio del código que favorece a ciertos intereses. De este modo, el cuestionamiento que se lleva a cabo de la desigualdad económica sólo tiene por objetivo la integración de todas las capas de la sociedad en el consumo, el cual se ha convertido en el nuevo imperativo, es decir, dentro del código. Y el consumo no es más que la actividad de manipulación sistemática de signos, es decir, la totalidad virtual de todos los objetos y mensajes constituidos desde ahora en un discurso más o menos coherente. Este proceso sistemático e indefinido crea objetos-signo equivalentes y multiplicados hasta el infinito, pero en el que no se consumen los objetos sino la relación misma, significada y ausente. Es la idea de relación en la serie de objetos que la exhibe lo que se consume, o sea, que es la moda y el status el auténtico objeto de consumo con lo que estamos ante un idealismo realizado: sociedad narcisista.

Pero ante todo ello, es asombroso que siempre haya algo que resista al infinito de la producción, ya que toda tentativa de acumulación está siempre devastada de antemano por el vacío que la destruye y liquida. Por ello, Baudrillard apuesta por el retorno al intercambio simbólico como marco estructural dinámico en el que los seres humanos entren en relación, es decir, como condición de posibilidad de todo encuentro. Y de este modo todo objeto se disolverá en dicho intercambio, dejando de ser bienes de uso, mercancías, o formas/signos, y tampoco serán ya diferencias que intercambiar, pues el intercambio simbólico no es más que la relación infinita que antecede, sucede y supera a todas las diferencias, consumiéndolas y aniquilándolas.

En fin, según nos indica Baudrillard, se hace necesario un doble gesto: por un lado, no hay que prescindir del presente, de la exterioridad óntica que la filosofía oficial desprecia; y por otro, hay que consumar en el presente común la magia de lo otro, la dramaturgia de su desaparición, ya que la desaparición es la impertinente resurrección de una singularidad que se fuga de nuestra empalizada de signos, del arte y la cultura como obsesiva seguridad. La esencia solamente es existencia, lo que conlleva que es de gran importancia hacer todo lo posible para que la desaparición continúe viva como potencia y misterio que persiste en todo acto, y en ello va a consistir el secreto del arte y la seducción.



[1] A partir de los intercambios simbólicos, es decir, de los flujos simbólicos que rigen el marco relacional en el que los objetos se inscriben, y mediante la abstracción, se llevó a cabo la inauguración de la lógica de la mercancía y del signo. Y de este modo, primeramente, surgió el valor de uso perteneciente al objeto y cuyo significado es heredero del intercambio simbólico, y que no fue más que una excusa, para justo después, dar el paso hacia el valor de cambio y al signo.


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