Existe un desprecio filosófico a la hora
de tratar la obra de Baudrillard. Dicho desprecio se expresa principalmente a
través de tres vías: (1) aquella que lo reduce a un simple impresionismo sociológico, a un proceso de efectismo de una jerga
fácil, de una retórica excesivamente espectacular; (2) la que lo considera
políticamente deleznable a causa de la ironía que muestra por nuestros valores
ilustrados y democráticos y su empatía hacía las sociedades exteriores; (3) y
por último, la que lo rechaza tajantemente por su persistencia en mantener el
referente de lo singular, de la inmediatez brutal y no representable, de lo
simbólico que brota de una relación afirmativa con la muerte y que constituye
la vitalidad como fuerza común política e impolítica. En resumen, la virulencia
crítica mostrada ante su pensamiento se debe a la dureza que muestra contra
nuestro nihilismo espectacular y a su simpatía por la fuerza simbólica de las culturas atrasadas.
Y su nostalgia por la universalidad de lo
singular, por el desierto (indeterminación = suelo) como suma total de nuestras
posibilidades, aquí y ahora, se ve enfrentada al complot que lleva a cabo
nuestra cultura contra lo real mediante el bloqueo de su acontecimiento imprevisible
e inaceptable (la exterioridad), pues lo real, la existencia que queda fuera,
es concebida como el Mal. Dicho complot encuentra su expresión (filosofía,
cultura, arte) en la fascinación mostrada por las tecnologías de moda, que no
es sino ideología de la comunicación, cuyo fin es la prostitución y exterminio
de lo real por su doble, por su copia: crimen perfecto en el cual ya no queda
rastro del cadáver, y ese es el objetivo del asesinato de lo real a manos del
reino de la copia, de la clonación generalizada, consecuencia de un puritarismo
de la ideología de la digitalización cuya base se halla en al obsesión por
acabar con toda dualidad. Llegamos al grado Xerox de la especie, al duplicado,
como lo es la Unión Europea de los EEUU.
En correlación a este idealismo que
caracteriza a nuestra sociedad se halla la simpatía que muestra por las masas
como resistencia sorda a los valores culturales de la elite y a su soberana
indiferencia a la alta cultura ilustrada, la cual se ve sometida a una
desaparición paródica en el fondo estadístico de las pantallas. Esta
indiferencia que entusiasma a Baudrillard es despreciada por la burocracia
intelectual como algo tosco y bárbaro, ya que remite a una revuelta metafísica,
impolítica, de una comunidad que viene a golpe de acontecimiento, revuelta que
apunta a que la crisis del sistema (aunque vivimos en el sistema de la crisis y
de la obsesión por la seguridad) viene por el choque con las culturas
exteriores.
Por otro lado, el sistema económico
propio de nuestra sociedad se caracteriza por el simulacro y por el concepto de
diferencia como equivalencia o indiferencia radical. La diferencia del código
es la posibilidad de un principio de equivalencia, lo cual obtiene su mayor
expresión en el dinero. Dicho sistema ha ido evolucionando desde una lógica
funcional, del uso, y pasando por una lógica económica o del cambio, hacia una lógica
diferencial o del signo[1].
La sociedad de consumo que ha dado lugar se caracteriza por la circulación de
imágenes/signos que constituyen la esencia de la mercancía (y no su utilidad),
pasando a convertirse los objetos en meros simulacros, en los que el valor de
cambio encuentra su soporte en el valor de uso, el cual nunca fue tal sino
solamente una mera excusa del primero.
Esta lógica diferencial no tiene como
propósito más que la transformación del mundo en un orden de simulacros, y para
realizar dicho control se basa en un código del signo y la diferencia (que
favorece a ciertos intereses). Dicho código es una estructura de control y modelo
más sutil y totalizante que la explotación, ya que se erige como una estructura
equivalente a la realidad, llegando incluso a sustituirla dando paso a la
hiperrealidad. Así pues, lo importante no es ya el monopolio de los medios de
producción, sino el monopolio del código que favorece a ciertos intereses. De
este modo, el cuestionamiento que se lleva a cabo de la desigualdad económica
sólo tiene por objetivo la integración de todas las capas de la sociedad en el
consumo, el cual se ha convertido en el nuevo imperativo, es decir, dentro del
código. Y el consumo no es más que la actividad de manipulación sistemática de
signos, es decir, la totalidad virtual de todos los objetos y mensajes
constituidos desde ahora en un discurso más o menos coherente. Este proceso
sistemático e indefinido crea objetos-signo equivalentes y multiplicados hasta
el infinito, pero en el que no se consumen los objetos sino la relación misma,
significada y ausente. Es la idea de relación en la serie de objetos que la
exhibe lo que se consume, o sea, que es la moda y el status el auténtico objeto
de consumo con lo que estamos ante un idealismo realizado: sociedad narcisista.
Pero ante todo ello, es asombroso que
siempre haya algo que resista al infinito de la producción, ya que toda tentativa
de acumulación está siempre devastada de antemano por el vacío que la destruye
y liquida. Por ello, Baudrillard apuesta por el retorno al intercambio
simbólico como marco estructural dinámico en el que los seres humanos entren en
relación, es decir, como condición de posibilidad de todo encuentro. Y de este
modo todo objeto se disolverá en dicho intercambio, dejando de ser bienes de
uso, mercancías, o formas/signos, y tampoco serán ya diferencias que
intercambiar, pues el intercambio simbólico no es más que la relación infinita
que antecede, sucede y supera a todas las diferencias, consumiéndolas y
aniquilándolas.
En fin, según nos indica Baudrillard, se
hace necesario un doble gesto: por un lado, no hay que prescindir del presente,
de la exterioridad óntica que la filosofía oficial desprecia; y por otro, hay
que consumar en el presente común la magia de lo otro, la dramaturgia de su
desaparición, ya que la desaparición es la impertinente resurrección de una
singularidad que se fuga de nuestra empalizada de signos, del arte y la cultura
como obsesiva seguridad. La esencia solamente es existencia, lo que conlleva
que es de gran importancia hacer todo lo posible para que la desaparición
continúe viva como potencia y misterio que persiste en todo acto, y en ello va
a consistir el secreto del arte y la seducción.
[1] A partir de los
intercambios simbólicos, es decir, de los flujos simbólicos que rigen el marco
relacional en el que los objetos se inscriben, y mediante la abstracción, se
llevó a cabo la inauguración de la lógica de la mercancía y del signo. Y de
este modo, primeramente, surgió el valor de uso perteneciente al objeto y cuyo
significado es heredero del intercambio simbólico, y que no fue más que una excusa,
para justo después, dar el paso hacia el valor de cambio y al signo.
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