jueves, 20 de junio de 2013

...hacia la seducción (II)




“Al comienzo estaba el secreto, y era la regla del juego de las apariencias. Luego llegó la inhibición, y fue la regla del juego de la profundidad. Finalmente apareció lo obsceno, y fue la regla de juego de un universo sin apariencias y sin profundidad, de un universo de la transparencia. Obscenidad blanca”[1]

Cuando hablamos de obscenidad debemos de distinguir entre dos tipos: la primera correspondería a la tradicional, u obscenidad negra, asociada a la inhibición sexual o social, de aquello que no es representado ni representable, de lo oculto, energía violenta de ruptura, de transgresión. Dicha obscenidad que pertenece a la parte exterior del sistema de representación, de la escena, es el infierno de la representación, el encanto de lo prohibido, de sus fantasías y perversiones. Pues bien, la obscenidad tradicional padece una inversión total en la obscenidad blanca o de la suprarrepresentación, cuyo carácter principal consiste en hacer estallar la escena de lo visible en un éxtasis de la representación. La transparencia ha dada lugar a la transparición (en lo social y en el sexo) como sentido, referencia, evidencia, pasando todo a ser superficial, y no teniendo ya nada secreto alguno, todo ha sido expulsado a lo real, todo es representado. Representación forzada. Ya no existe trascendencia, pues lo único que queda es la superficie inmanente de las operaciones y su desarrollo, superficie lisa, operacional de la comunicación[2].

De este modo, en nuestra sociedad de la imagen se han transgredido todos los límites de las escenas y de la verdad en búsqueda de la perfección social: el cielo ha bajado a la tierra, y “...lo que se perfilaba como una perspectiva radiante se vive ahora como una catástrofe a cámara lenta”. Ahora nos encontramos por fin en el paraiso: espacio homogéneo y terrorista de la hiperinformación y de la hipervisibilidad, hijo de la magia blanca del éxtasis, de la fascinación y la transparencia. Ya no queda lugar para la ilusión, la cual siempre ha sido un freno a lo real, sino que por el contrario asistimos a un desencadenamiento de lo real en un mundo sin ilusión; mundo hiperreal o forma extática de lo real como perfección tautológica y grotesca de los procesos de verdad[3].

La modernidad se caracteriza porque en ella es el sujeto quien hace la historia totalizando el mundo, y su esplendor coincide con la miseria del objeto ya que el ideal de la metafísica no es otro que el del mundo-sujeto en el que el objeto sólo es una pericia en el camino real de la subjetividad. El objeto es la parte maldita del sujeto, lo obsceno pasivo, la encarnación del mal, de la alienación pura, y que a su vez se ve sometido a la dialéctica del amo y del esclavo. Estamos en el pensamiento del deseo en el que el sujeto posee un privilegio absoluto: principio de equilibrio del mundo tranquilizador debido a que el sujeto tiene una historia y una economía (voluntad/mundo), no estando entregado al universo múltiple, monstruoso y fascinante, cruel y aleatorio de la seducción venida de fuera. No es más que la proyección por parte del sujeto de defenderse de la seducción, el no ser objeto de nada o presa de todas las formas circundantes y de sus seducciones.

Dice Baudrillard que “el sujeto ya no puede interpretar su propia fragilidad o su propia muerte por la simple razón de que ha sido inventado para defenderse de ellas, al mismo tiempo que de las seducciones,...”[4]. Y por ello su economía contiene una contradicción irresoluble: la posición de sujeto es insostenible. Pasando de una subjetividad fuerte a la transparencia e indiferencia.

De este modo, la única posición posible es la del objeto, objeto no dominado y que reivindica su autonomía frente al sujeto, desafiándolo al remitirlo a su posición imposible de sujeto. El objeto pertenece a la esfera de un pensamiento propio de la seducción en el que el sujeto ya no es el que desea, sino que el objeto es quien seduce. El objeto pasa a ser el inicio y fin de todo, ya que todo parte y termina en la seducción, jugando con la ausencia de deseo, pues sólo gracias a ella puede seducir: representar en el otro el efecto de deseo, provocarlo o anularlo, lo exalta o lo decepciona. Y el secreto de toda estrategia suya consiste en que éste no cree en su deseo, pues carece de él, no cree que nada le pertenezca en propiedad, no conoce la alteridad y por ello es inalienable. El objeto en el fondo es un espejo que fascina y seduce al sujeto remitiéndolo a su transparencia mortal, debido a que no irradia significación propia. Es el soberano, es decir, aquello sobre lo cual la soberanía del otro se rompe. El objeto es algo oculto que ignora la posesión, algo que sólo quiere seducir y que siempre gana, y que para ello juega con su servidumbre. Su poder consiste en su ironía, en su indiferencia. La indiferencia es superior a la diferencia, al igual que el silencio al sentido.

Primero se produjo un paso desde el horizonte del sujeto con sus objetos hacía uno en el que los objetos desaparecen quedando un sujeto débil, para desde él dar el salto hacia un nuevo horizonte en el que los objetos, desde su aparición, rodean al sujeto en su estrategia fatal: el sujeto termina de desaparecer en el horizonte del objeto, objeto fetiche que consigue borrar la accidentalidad, las causas, sustituyéndola por una necesidad absoluta. Ya no hay lugar para el deseo. El único deseo debe de ser en convertirse en destino del otro, en ser para él el acontecimineto que supera cualquier subjetividad, que absuelve al sujeto de sus fines, de su presencia y de toda responsabilidad: pasión definitivamente objetiva. El objeto es la figura de inversión de la causalidad. Tras toda subjetividad se halla siempre una objetividad oculta[5]. 

Nacimiento iniciático: siempre nos ocurre una cosa, un evento sin precedentes que viene de fuera y que inaugura un destino, liberándonos de nuestra historia. La seducción es la única y auténtica liberación. En la seducción la coincidencia del mundo y de los signos nos convierte en objeto de elección y de seducción. Lo que nos hace existir es el juego del mundo y de la seducción. Ésta nos arranca a nuestro propio deseo para devolvernos a la soberanía del mundo. Estamos ante un juego vertiginoso y superficial de las apariencias, que sin embargo no se trata del reino de la metáfora y de la interpretación, sino de la metamorfosis y de la adivinación. Juego que devuelve a los signos su fuerza, su secreto.

Y aunque en la evidencia de la seducción nada es indiferente, pues todo converge, se hace necesario erigir unos signos arbitrarios para delimitarla, unas reglas de juego que permitan reiniciar una y otra vez su encadenamiento fatal. Así pues, la estrategia consiste en provocar una desescalada de las cuasas racionales, y una escalada inversa de los encadenamientos mágicos. Se trata de un encadenamiento fatal de jugadas afortunadas, en lo que lo esencial es la fatalidad: el destino se ve atrapado en su propio juego: creación en cadena, no detenible, de un mundo entregado a la pura solicitación del espíritu. El destino es la seducción fulgurante de las formas.

“Lo que te lleva a existir no es la fuerza de tu deseo (todo lo imaginario energético y económico del siglo XIX), es el juego del mundo de la seducción, es la pasión se su lenguaje, de sus gestos, te turba, te engaña, te obliga a existir, jugar y ser jugado, es la pasión de la ilusión y de las apariencias, es lo que, venido de fuera, de los demás, de su rostro, es el encuentro, la sorpresa de lo que existe antes que tú, fuera de ti, sin ti – maravillosa exterioridad del objeto puro, del evento puro –, lo que sucede sin que tú intervengas para nada, qué alivio finalmente, sólo eso puede seducirte: se nos ha pedido tantas veces que fuéramos la causa de todo, que encontráramos una causa a todo. Objeto mineral, evento-solsticio, objeto sensual, forma desértica, todo eso nos seduce porque prescinde de nuestra economía de deseo, y porque en el fondo al ser no le interesa existir únicamente en su ser propio, no es nada y sólo existe si es suscitado fuera de él, en el juego de mundo y en el vértigo de la seducción”[6].

Dios sólo puede dejar que las cosas sigan su inclinación natural, su destino, es decir, que todas las formas se encadenen entre sí, lo que constituye la regla fundamental del juego: conjugación increíble de todas las formas de acuerdo con su destino: la catástrofe, la cual implica la abolición de las causas sumergiendo a éstas bajo los efectos, es decir, desmantelando los encadenamientos racionales y devolviendo a las cosas a su aparición pura. Este delirio de las formas y apariencias en que consiste la catástrofe depende del encadenamiento espontáneo de las apariencias, encadenamiento puro, sin referencias, de las cosas y los acontecimientos. Y de este modo, el único placer posible es el ver como las cosas se precipitan a la catástrofe, al reino de los encadenamientos vertiginosos. Y estos encadenamientos incalculables como loca distorsión del efecto y la causa a través de la seducción constituyen la trama de la vida, y toda estrategia solamente intenta reproducirlos[7].

“Todos somos unos jugadores. Es decir lo que esperamos con mayor intensidad es que se deshagan de vez en cuando los encadenamientos racionales, que van paso a paso, y que se instalen, aunque sólo sea por un breve tiempo, un desarrollo increíble de otro tipo, un incremento maravilloso de los acontecimientos, una sucesión extraordinaria, como predestinada de los menores detalles, en la que se tiene la impresión de que las cosas, hasta entonces mantenidas artificialmente a distancia por un contrato de sucesión y causalidad, de repente, no están entregadas al azar, sino espontáneamente convergentes y concurriendo a la misma intensidad por su propio encadenamiento.”[8]



[1] J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama Barcelona 1984, p.67
[2] Cfr, J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama Barcelona 1984, pp. 67-68
[3] Ibid, pp. 75-76
[4] J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama Barcelona 1984, p.123
[5] Cfr, J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama Barcelona 1984, pp. 121-125
[6] J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama Barcelona 1984, p. 150
[7] Cfr, J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama Barcelona 1984, pp. 148-154 y 164-168
[8] J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama Barcelona 1984, p. 165


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