“Al comienzo estaba el secreto, y era la
regla del juego de las apariencias. Luego llegó la inhibición, y fue la regla
del juego de la profundidad. Finalmente apareció lo obsceno, y fue la regla de
juego de un universo sin apariencias y sin profundidad, de un universo de la
transparencia. Obscenidad blanca”[1]
Cuando hablamos de obscenidad debemos de
distinguir entre dos tipos: la primera correspondería a la tradicional, u
obscenidad negra, asociada a la inhibición sexual o social, de aquello que no
es representado ni representable, de lo oculto, energía violenta de ruptura, de
transgresión. Dicha obscenidad que pertenece a la parte exterior del sistema de
representación, de la escena, es el infierno de la representación, el encanto
de lo prohibido, de sus fantasías y perversiones. Pues bien, la obscenidad
tradicional padece una inversión total en la obscenidad blanca o de la
suprarrepresentación, cuyo carácter principal consiste en hacer estallar la
escena de lo visible en un éxtasis de la representación. La transparencia ha
dada lugar a la transparición (en lo social y en el sexo) como sentido,
referencia, evidencia, pasando todo a ser superficial, y no teniendo ya nada
secreto alguno, todo ha sido expulsado a lo real, todo es representado.
Representación forzada. Ya no existe trascendencia, pues lo único que queda es
la superficie inmanente de las operaciones y su desarrollo, superficie lisa,
operacional de la comunicación[2].
De este modo, en nuestra sociedad de la
imagen se han transgredido todos los límites de las escenas y de la verdad en
búsqueda de la perfección social: el cielo ha bajado a la tierra, y “...lo que
se perfilaba como una perspectiva radiante se vive ahora como una catástrofe a
cámara lenta”. Ahora nos encontramos por fin en el paraiso: espacio homogéneo y
terrorista de la hiperinformación y de la hipervisibilidad, hijo de la magia
blanca del éxtasis, de la fascinación y la transparencia. Ya no queda lugar
para la ilusión, la cual siempre ha sido un freno a lo real, sino que por el
contrario asistimos a un desencadenamiento de lo real en un mundo sin ilusión;
mundo hiperreal o forma extática de lo real como perfección tautológica y
grotesca de los procesos de verdad[3].
La modernidad se caracteriza porque en
ella es el sujeto quien hace la historia totalizando el mundo, y su esplendor
coincide con la miseria del objeto ya que el ideal de la metafísica no es otro
que el del mundo-sujeto en el que el objeto sólo es una pericia en el camino
real de la subjetividad. El objeto es la parte maldita del sujeto, lo obsceno
pasivo, la encarnación del mal, de la alienación pura, y que a su vez se ve
sometido a la dialéctica del amo y del esclavo. Estamos en el pensamiento del
deseo en el que el sujeto posee un privilegio absoluto: principio de equilibrio
del mundo tranquilizador debido a que el sujeto tiene una historia y una
economía (voluntad/mundo), no estando entregado al universo múltiple,
monstruoso y fascinante, cruel y aleatorio de la seducción venida de fuera. No
es más que la proyección por parte del sujeto de defenderse de la seducción, el
no ser objeto de nada o presa de todas las formas circundantes y de sus
seducciones.
Dice Baudrillard que “el sujeto ya no
puede interpretar su propia fragilidad o su propia muerte por la simple razón
de que ha sido inventado para defenderse de ellas, al mismo tiempo que de las
seducciones,...”[4]. Y por ello su economía
contiene una contradicción irresoluble: la posición de sujeto es insostenible.
Pasando de una subjetividad fuerte a la transparencia e indiferencia.
De este modo, la única posición posible
es la del objeto, objeto no dominado y que reivindica su autonomía frente al
sujeto, desafiándolo al remitirlo a su posición imposible de sujeto. El objeto
pertenece a la esfera de un pensamiento propio de la seducción en el que el
sujeto ya no es el que desea, sino que el objeto es quien seduce. El objeto
pasa a ser el inicio y fin de todo, ya que todo parte y termina en la
seducción, jugando con la ausencia de deseo, pues sólo gracias a ella puede
seducir: representar en el otro el efecto de deseo, provocarlo o anularlo, lo
exalta o lo decepciona. Y el secreto de toda estrategia suya consiste en que
éste no cree en su deseo, pues carece de él, no cree que nada le pertenezca en
propiedad, no conoce la alteridad y por ello es inalienable. El objeto en el
fondo es un espejo que fascina y seduce al sujeto remitiéndolo a su
transparencia mortal, debido a que no irradia significación propia. Es el
soberano, es decir, aquello sobre lo cual la soberanía del otro se rompe. El
objeto es algo oculto que ignora la posesión, algo que sólo quiere seducir y
que siempre gana, y que para ello juega con su servidumbre. Su poder consiste en
su ironía, en su indiferencia. La indiferencia es superior a la diferencia, al
igual que el silencio al sentido.
Primero se produjo un paso desde el
horizonte del sujeto con sus objetos hacía uno en el que los objetos
desaparecen quedando un sujeto débil, para desde él dar el salto hacia un nuevo
horizonte en el que los objetos, desde su aparición, rodean al sujeto en su
estrategia fatal: el sujeto termina de desaparecer en el horizonte del objeto,
objeto fetiche que consigue borrar la accidentalidad, las causas,
sustituyéndola por una necesidad absoluta. Ya no hay lugar para el deseo. El
único deseo debe de ser en convertirse en destino del otro, en ser para él el
acontecimineto que supera cualquier subjetividad, que absuelve al sujeto de sus
fines, de su presencia y de toda responsabilidad: pasión definitivamente
objetiva. El objeto es la figura de inversión de la causalidad. Tras toda
subjetividad se halla siempre una objetividad oculta[5].
Nacimiento iniciático: siempre nos ocurre
una cosa, un evento sin precedentes que viene de fuera y que inaugura un
destino, liberándonos de nuestra historia. La seducción es la única y auténtica
liberación. En la seducción la coincidencia del mundo y de los signos nos
convierte en objeto de elección y de seducción. Lo que nos hace existir es el
juego del mundo y de la seducción. Ésta nos arranca a nuestro propio deseo para
devolvernos a la soberanía del mundo. Estamos ante un juego vertiginoso y
superficial de las apariencias, que sin embargo no se trata del reino de la metáfora
y de la interpretación, sino de la metamorfosis y de la adivinación. Juego que
devuelve a los signos su fuerza, su secreto.
Y aunque en la evidencia de la seducción
nada es indiferente, pues todo converge, se hace necesario erigir unos signos
arbitrarios para delimitarla, unas reglas de juego que permitan reiniciar una y
otra vez su encadenamiento fatal. Así pues, la estrategia consiste en provocar
una desescalada de las cuasas racionales, y una escalada inversa de los
encadenamientos mágicos. Se trata de un encadenamiento fatal de jugadas
afortunadas, en lo que lo esencial es la fatalidad: el destino se ve atrapado
en su propio juego: creación en cadena, no detenible, de un mundo entregado a
la pura solicitación del espíritu. El destino es la seducción fulgurante de las
formas.
“Lo que te lleva a existir no es la
fuerza de tu deseo (todo lo imaginario energético y económico del siglo XIX),
es el juego del mundo de la seducción, es la pasión se su lenguaje, de sus
gestos, te turba, te engaña, te obliga a existir, jugar y ser jugado, es la
pasión de la ilusión y de las apariencias, es lo que, venido de fuera, de los
demás, de su rostro, es el encuentro, la sorpresa de lo que existe antes que
tú, fuera de ti, sin ti – maravillosa exterioridad del objeto puro, del evento
puro –, lo que sucede sin que tú intervengas para nada, qué alivio finalmente,
sólo eso puede seducirte: se nos ha pedido tantas veces que fuéramos la causa
de todo, que encontráramos una causa a todo. Objeto mineral, evento-solsticio, objeto
sensual, forma desértica, todo eso nos seduce porque prescinde de nuestra
economía de deseo, y porque en el fondo al ser no le interesa existir
únicamente en su ser propio, no es nada y sólo existe si es suscitado fuera de
él, en el juego de mundo y en el vértigo de la seducción”[6].
Dios sólo puede dejar que las cosas sigan
su inclinación natural, su destino, es decir, que todas las formas se encadenen
entre sí, lo que constituye la regla fundamental del juego: conjugación
increíble de todas las formas de acuerdo con su destino: la catástrofe, la cual
implica la abolición de las causas sumergiendo a éstas bajo los efectos, es
decir, desmantelando los encadenamientos racionales y devolviendo a las cosas a
su aparición pura. Este delirio de las formas y apariencias en que consiste la
catástrofe depende del encadenamiento espontáneo de las apariencias,
encadenamiento puro, sin referencias, de las cosas y los acontecimientos. Y de
este modo, el único placer posible es el ver como las cosas se precipitan a la
catástrofe, al reino de los encadenamientos vertiginosos. Y estos
encadenamientos incalculables como loca distorsión del efecto y la causa a
través de la seducción constituyen la trama de la vida, y toda estrategia
solamente intenta reproducirlos[7].
“Todos somos unos jugadores. Es decir lo que
esperamos con mayor intensidad es que se deshagan de vez en cuando los
encadenamientos racionales, que van paso a paso, y que se instalen, aunque sólo
sea por un breve tiempo, un desarrollo increíble de otro tipo, un incremento
maravilloso de los acontecimientos, una sucesión extraordinaria, como
predestinada de los menores detalles, en la que se tiene la impresión de que
las cosas, hasta entonces mantenidas artificialmente a distancia por un
contrato de sucesión y causalidad, de repente, no están entregadas al azar,
sino espontáneamente convergentes y concurriendo a la misma intensidad por su
propio encadenamiento.”[8]
[1] J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama
Barcelona 1984, p.67
[2] Cfr, J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama
Barcelona 1984, pp. 67-68
[3] Ibid, pp. 75-76
[4] J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama
Barcelona 1984, p.123
[5] Cfr, J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama
Barcelona 1984, pp. 121-125
[6] J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama
Barcelona 1984, p. 150
[7] Cfr, J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama
Barcelona 1984, pp. 148-154 y 164-168
[8] J.BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama
Barcelona 1984, p. 165
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